Estamos en un maravilloso mundo lleno de asuntos por resolver. Una cuestión primera es qué hacer en él, qué nos gustaría o qué merece la pena hacer: cuál es el lugar que nos toca o pretendemos ocupar.
Ponemos a menudo la responsabilidad de muchas dificultades de carácter colectivo e incluso personal en manos de autoridades sociales y especialmente en los responsables políticos. Queriendo entender que a éstos les corresponde ocuparse de la resolución de tales problemas (la globalización, los conflictos bélicos, el desempleo, la inmigración, la ecología, ...), muchos de los cuales, en su dimensión colectiva especialmente, vienen definidos y se perciben a través de la imagen que generan los media: la prensa y la TV muy especialmente.
Sería bueno considerar a estas alturas, ya en el siglo XXI, que esta delegación de responsabilidad tiene un dudoso valor de transformación tanto en un plano individual como colectivo a menos que decidamos verdaderamente nosotros cotidianamente llevar a cabo esa transformación a título individual, sobre nosotros mismos. No hay posibilidad de transformación social sin transformación de la persona1; ésto sin perjuicio de la participación política que optemos como asunción de nuestra responsabilidad con la sociedad.
Solemos atribuir a los cargos políticos la adeudo total o casi de nuestro bienestar, de la marcha de la economía, de salud, de la educación, etc.
Este gesto viene a consistir en echar una papeleta de validez cuatrienal a una urna. Expresamos con ella nuestra confianza o escepticismo al tiempo que nos desprendemos de nuestra responsabilidad en otros que consideramos expertos, profesionales o, en cualquier caso, aquellos en quienes se entiende que está la posibilidad de cambiar y solucionar algo.
No voy a proponer cambiar el sistema de organización político. Pero seamos honestos: creerse que los grupos políticos gubernamentales se van a ocupar de poner un orden y solucionar los problemas del país y del planeta es no querer ver o tratar de justificarse entendiendo que ya se ha hecho que se puede con el referido voto cuatrienal (o el rechazo a votar).
Se puede pensar que los problemas que hay son muy complejos -el orden económico mundial, la intoxicación informativa de los medios de comunicación, la alienación y consumismo enfermizo generalizados- y que no está en nuestra mano cambiar ni hacer nada.
Muy al contrario, somos nosotros, cada uno, quienes mantenemos este orden de cosas y quienes tenemos la posibilidad de cambiarlo. Cada día, a cada momento, no una vez cada cuatro años.
Realizar una acción consciente puede consistir normalmente en llevarla a cabo saliéndose de una inercia de contexto (del orden de cosas que nos rodea y en el que estamos inmersos) que empuja y decide nuestros movimientos. Este hacer algo distinto de lo establecido, de lo que se presenta como norma, constituye un obstáculo y una tensión.
De hecho, es muy probable que lo primero para poder hacer algo propio, para poder realizar una acción consciente, sea pararse, no hacer nada.
No se equivoque, no crea que tiene tanta prisa. Si de verdad hay un apremio está en perder ese sentimiento de urgencia. Es necesario un poco de quietud -a veces un poco más- para comprobar que usted no necesita la mayor parte de las cosas que posee (pareciera que a menudo son las cosas quienes nos poseen a nosotros) ni necesita la mayor parte de las cosas por las que se está esforzando en conseguir. Percibir esto puede proporcionar un sentimiento de liberación pero también, y muy probablemente, un sentimiento de angustia o de rechazo. Pondremos numerables excusas y pretextos para justificar la cantidad de hábitos que mantenemos y que no tienen otro fin que el de generar un aparente estado de confort, una manera de sentirse perteneciente a, en concordancia con el entorno, una especie de embriaguez para evitar tal vez un sentimiento de culpa que se produce cuando se pudiera entender que uno se está saliendo del sistema impuesto -¿normal?- de las cosas.
Haga un pequeño esfuerzo y dese usted cuenta de la cantidad enorme de tiempo, esfuerzo y dinero que ha dedicado a acumular trastos y actividades con muchos de los cuales no sabe ahora qué hacer y que además le ocupan sitio, cuando no le quedan todavía letras pendientes para terminar de pagarlo.
Ser feliz no es una alternativa o una de las cosas buenas que a uno le pueden suceder en la vida tanto como una opción responsable, una decisión. Responsable ante nosotros mismos y justo reconocimiento del regalo que es la vida que hemos recibido, y responsable con el prójimo, que tiene derecho a recibir lo mejor de cada uno.
Del mismo modo, se nos presenta el hecho de comprometerse como una necesidad para llegar a ser felices y realizar lo que cada uno elija y corresponda, lo que conviene hacer a cada cual, la acción consciente, el buen hacer.
La decisión es el paso que media entre el compromiso y la acción. Es necesario que este paso se produzca, que permita el deslizamiento del compromiso en su resultado natural: la acción.
La acción es movimiento intencionado, con objetivo. La acción es realización. Es llevar a lo concreto algo que ha estado en un plano de reflexión y la especulación. Es la posibilidad de salida de la incertidumbre y la vía de concretización.
Hay que tomar decisiones y ponerlas en marcha, actuar. Actuar; por supuesto, en conciencia. Conscientes de las motivaciones y objetivos de la acción. Conscientes también (en la medida de nuestras posibilidades) del contexto en el que obramos. Nunca sabemos del todo a dónde nos lleva la realización de una decisión. Lo que sí sabemos es que no poner la decisión y el compromiso en marcha no nos lleva a ninguna buena parte y nos estanca, produciendo ahí un bloqueo energético en nosotros y con el entorno, un bloqueo de la vida: la enfermedad.
Si no realizamos, aún con el riesgo de equivocarnos, lo que consideramos nuestra opción, si nuestra apuesta no se concretiza se pudrirá en nosotros y obstaculizaremos el fluir de la vida. Lo que repercutirá no sólo en nosotros. Generaríamos un tapón energético que impediría el orden propio de las cosas. Forzaríamos de alguna manera a que nuestro lugar sea ocupado por otros, les cargaríamos de nuestras funciones, las que en realidad no puede hacer sino cada cual. Hacer algo en lugar de otro deja a ambas partes -quien lo hace y quien deja de hacerlo- fuera de su sitio.
No hay posibilidad inocente de desentenderse.